Alberto
- cayobetancourt
- Oct 4, 2020
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Mis ojos abiertos, vidriosos, miran un punto infinito, perdidos en amores, dolores y recuerdos que me atormentan día y noche. Lágrimas y más lágrimas veo en ojos de otros, sus visitas esporádicas son frías, tristes y fugaces. Poco esconden los deseos más profundos, una esperanza desvanecida donde la necesidad de culminar el proceso se divisa en sus rostros.
El tiempo no existe, segundos, minutos, días y años no son relevantes, la tenue luz en mi habitación proviene de un foco blanco, el cual observo detenidamente buscando acercarme a él, con la esperanza de finalizar mi tortuoso viaje. Pero cada despertar me trae de nuevo al mismo lugar, la misma cama y las mismas paredes blancas, atemporales, un paisaje surrealista demasiado perfecto para ser cierto, decora la única pared que puedo ver, imagino algunas veces correr en la llanura y refrescarme en el lago, pero la luz me trae de vuelta aquí.
Un sabor tenue en mi boca me recuerda los últimos alimentos, ¿sería un enorme filete o caviar del Báltico? No logro identificarlo, esperaré hasta la próxima cena para disfrutar el sabor, tal vez será el liquido blanco y viscoso que trae la persona vestida de blanco, lo imagino por que su aroma me recuerda los alimentos que suministrábamos a mi madre en la última etapa de su vida. Mis ojos no se mueven, estoy acostumbrado a sentir el frío abrasador que llega tres veces por día, ojos húmedos, perdidos en el espacio tiempo con lagrimas contenidas y subyugadas.
Hoy soñé con mis hijos, aquellos que visitaba en Europa, aquellos que tomaron rumbos diferentes y llaman a su madre a escondidas. Recuerdo que los veía reír y correr entre mis papeles, estaba molesto, siempre perdía algo y eso no lo permitiría de nuevo. Vocifero para que se calmen, ellos me observan, huyen, como tantas veces lo hacen. Mi esposa mira con desconsuelo, espera que no los golpee como sucede a menudo, la pequeña Juliana me observa temerosa. La semana anterior trató de abrazarme y derramó agua sobre mi escritorio, enfurecido la golpee con mis manos hasta verla sangrar, mi esposa abrazó a la pequeña para protegerla del verdugo, desde ese momento no me mira a los ojos, cuando partió de casa sentí en ella un halo de felicidad, sensación de libertad y deseos de huir. Por supuesto, mi esposa lloró desconsolada en su cuarto, se había mudado cuando nació nuestro tercer hijo, estaba preocupada por su fragilidad y con el paso de los años fue normal permanecer alejados, dos extraños que tuvieron hijos, mostrando una familia feliz en la fotos, pero en el almuerzo personas vacías, respuestas monosílabas desvanecidas en el espacio llenaban el silencio familiar.
Ausentes, todos ausentes, así los sentí cada día. Abstraídos en sus actividades, huyendo de mi presencia, luego sus llamadas cortas con monólogos y preguntas fabricadas se repitieron por años, un rito cíclico donde esperábamos los domingos un sonido, aquel sonido revitalizador del teléfono que indicaba una llamada, para escuchar -Aló- y continuar, podría repetir cada conversación, cada palabra intercambiada por los últimos veinticinco años, porque siempre fueron las mismas, siempre en el mismo orden y con la misma duración. Las visitas tuvieron poca variación, creo que estaban más pendientes de su madre, un par de preguntas y el gélido abrazo resumía mi esperanza de afecto.
Ahora, tengo todo el tiempo del mundo, aunque no veo la necesidad, podría morir o nacer de nuevo cualquiera de estos dias y seguirá igual, vacío, con un alma ligera que desaparece poco a poco en un cuerpo que murió años atrás. O tal vez nunca tuve alma, fue un espejismo que me mostró el cura de la familia. Ese vacío absoluto e inerte estuvo ahí toda mi vida, por eso no pude amar a mi esposa y mis hijos solo fueron el producto de un deseo juvenil para llenar la vida, incapaz de expresar emociones, apagué poco a poco la necesidad de afecto en mi esposa. Quien, a sus escaso trece años pasó a mi lecho, una niña en busca de afecto que nunca tuvo en su hogar, cambió sus muñecas por seres de carne y hueso, además de un futuro poco prometedor a mi lado.
Ahora la veo, o al menos estro trato ya que mis ojos dejaron de moverse, no recuerdo cuánto tiempo ha pasado desde la ultima vez que lo hicieron. Ella está ahí, su perfume de jazmín, aquel que le regalé años atrás y le pareció aroma de difuntos, el mismo que destrocé contra la pared cuando sentí el desprecio por mi obsequio. El mismo que ella lleva desde ese momento para fastidiarme, para recordarme que el aroma de difuntos es para eso, para los difuntos, para mostrar que esta enterrada en vida junto a mí. Un olor que penetra mi nariz y recuerda sus lagrimas, esas lagrimas de adolescente con un bebé en el vientre que no se olvidan jamás. Mis oídos están más agudos ahora, es el cordón umbilical a la realidad, escucho susurros y me molesta de sobremanera el girar de las ruedas en el piso. Si, esas ruedas de los carros médicos, llenos de aparatos que tratan de mostrar que aun estoy vivo, esos mismos que no mienten y justifican mi permanencia, los que detectan mis débiles latidos del corazón, esos mismos que llegan y se van, cada turno, cada persona. Hoy puedo identificarlas, saber cuál de las enfermeras es joven, cuál es mayor, quien tiene hijos o que sucede con su cuerpo. El olfato no me abandona, por eso las puedo percibir y hago imágenes de como están vestidas, que comieron y si están felices, tristes o muertas como yo.
Mis compañeros en agonía, cuando todos creen que estoy vivo porque una máquina lo dice, ahí estoy yo, escuchándolos, olfateándolos hasta lo más profundo de su ser. No se imaginan cuántas cosas pueden percibir las personas con estos sentidos. Ayer estaban cambiándome, algo que en otra época parecería desagradable o repugnante, ahora es un procedimiento de rutina y me doy cuenta cuando escucho los movimientos de las personas, no siento lo que fuera mi cuerpo en el pasado. Susurran, como me molesta que susurren, creen que bajando la voz van a evitar que las escuche. En realidad me molesta el movimiento de sus cuerpos, el rechinar de la ropa es completamente molesto, como una banda marcial marchando hacia la guerra. Cada una de sus voces amplificada miles de veces, describen mi estado, inclusive puedo percibir cuando mueven sus cabezas respondiendo a preguntas como -¿tiene futuro?-.
Hice un mapa de mi cuerpo basado en sus descripciones, ahora sé que tengo una profunda herida en la parte baja de mi espalda debido al tiempo que he permanecido en esta cama, ese es el olor putrefacto que siento cada mañana, no sabia de donde venía. Por eso los hospitales me perecían lugares desagradables y malsanos. Estuve tratando de identificar el origen del desagradable olor, hasta que una mañana, las más joven de las enfermeras estaba susurrando que había poco tejido y pronto deberían hacer algo para remover la parte en descomposición. ¿Porqué sabía que se trataba de una mañana? Por el olor fresco a jabón que emanaban las personas a mi lado, cada una de ellas con un aroma diferente, inclusive puedo diferenciar quienes estuvieron en el turno toda la noche. Me gusta sentir el olor de la enfermera joven, es morena y aun vive con sus padres, tantas cosas que podemos identificar con dos sentidos, los sentidos que me torturan hasta el fin.
Mi esposa habla en voz baja, pregunta si he despertado, aunque esa pregunta es inútil, un lazo de miedo, esperanza y dolor se debería dibujar en su cara, pero no puedo identificarlo. Tal vez, aprenderé a sentir el aroma de las diminutas gotas de sudor impregnado en feromonas que me den una señal sobre el miedo de las personas, ahora solo tengo recuerdos vagos de los ojos atemorizados de mis empleados, esposa e hijos. Los ojos de mi pequeña, esos ojos tímidos que descubrieron el miedo con la ira de su padre, esos ojos que miraban siempre hacia abajo porque la luz fue apagada de un tajo, esos ojos que me recordaban cómo cercené a temprana edad la felicidad, esos ojos que ya no puedo ver. Mi esposa se acerca, siento el aroma de su perfume mezclado con alcohol, ahora es más fuerte, creo que trata de ver mis ojos, esos ojos abiertos sin vida, fijos en un lugar infinito del espacio o perdidos en el cuadro de la pared. Esos ojos que la vieron con desprecio y fueron incapaces de mostrar afecto, los mismos ojos que la vieron llorar infinidad de veces, ahora secos, sin lágrimas, sin vida. Menciona que debo tener frío, que me suban los pies puesto que están helados, yo me pregunto, ¿cuales pies, aun tengo pies? Las enfermeras le indican en voz baja que la cama tiene calefacción, de igual manera traerán una manta.
Escucho su tono de voz, suena descansado, al menos ya no será golpeada por mí, tal vez esté feliz de verme en ese estado, o se habrá acostumbrado a los abusos, años sobre años en la misma situación, sin cambios, con mucho maquillaje para ocultar los morados en la cara o los brazos. Por cierto, cuando los niños le preguntaban que sucedía porqué salía a una fiesta, ella les respondía que debía estar bonita en la casa, el maquillaje servía para cubrir un ojo morado o la boca inflamada, mostraban el resultado de una relación abusiva y degradante, la cual no quiso abandonar por miedo a perder sus hijos. Luego, los golpes pasaron a los brazos, donde la piel amoratada podía disimularse sin maquillaje, así permaneció cubierta por años para esconder las heridas en la piel y el dolor en el alma.
Supe que me desconectaron varias semanas atrás, con el fin de aliviar mi descanso y dejarme partir como dijo el sacerdote, pero aun tenia vida y si que la tenía, los olores y los sonidos llegaban a mi constantemente, las enfermeras se preguntaban porqué no había muerto, que me aferraba a esta vida. La voz monótona de mi esposa respondía que mi vida tenía un propósito y mis buenos actos tendrían una recompensa. Trataba inútilmente de mostrar una faceta diferente, las enfermeras respondían con monosílabos, aceptando las insinuaciones, y respondiendo como buenos hombres estaban para ayudar. En realidad yo no había sido bueno, por el contrario destruí una familia, quienes ahora esperan sepultar los restos de un padre que causó tanto dolor.
Una manta, podrían ser mil, no servirían para calentar el frío del abismo, un cuerpo desconectado, que movían otros a voluntad ya que estaba muerto tiempo atrás. Me pregunto ¿cuál es la definición de vida, es tener latidos en el corazón? O escuchar y olfatear todo a mi alrededor, tal vez haya muchas definiciones de vida, pero en este hospital los débiles latidos muestran que aún hay algo en el cuerpo inerte y no debe trasladarse a la morgue, ¿que pasará si me entierran? ¿Seguiré escuchando la tierra caer sobre el cofre y luego silencio? ¿Escucharé los gusanos comer mi carne putrefacta? Tal vez lo averigüe pronto, o tal vez no lo sepa nunca, y deba pasar una eternidad escuchando los más mínimos ruidos de quienes vienen a ver lo que fue mi cuerpo en vida.
Por supuesto, la manta no servirá de nada, estoy frío tan frio como la lápida que mis hijos encargaron con un mensaje grabado en ella. Por cierto, debieron tener más cuidado cuando hablaban con el representante de la casa funeraria. Escogieron la madera de mi cofre, una almohada bordada con mi nombre, algodón para la lencería y un abullonado especial que tomaría la forma de mi cuerpo. Banalidades, todas esas banalidades, una vez en la cripta tardaré dos o tres días en iniciar el proceso de descomposición, que destruirá todo aquello que se preocuparon por escoger, finalmente un cajón de madera desperdiciado con huesos de alguien que pocos recordarán, porque de eso se trata la vida, de olvidar a quienes hicimos daño, de perder contacto con las heridas y seguir adelante, sin mirar atrás.
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