Amanda
- cayobetancourt
- Oct 18, 2020
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Este café salió de una cloaca -masculló Juan-. Habían pasado varias noches en las cuales no podía dormir, los constantes ingresos al hospital hacían que el viejo enfermero se levantara de la silla donde permanecía la mayor parte de la noche. Sintió temor algunas veces cuando debía transportar cadáveres hasta la morgue, especialmente cuando ingresó al servicio. Por supuesto, sus compañeros de trabajo le jugaron bromas algunas veces. Recuerda claramente cuando llevó su primer cuerpo, era un hombre gordo que murió por diabetes, las sabanas pobremente cubrían el obeso cuerpo que apenas cabía en la camilla. Ese verano el hospital inició un proceso de construcción del ala norte y el recorrido hasta las neveras tardaría más que de costumbre. Aunque acompañó en múltiples ocasiones al antiguo empleado, esta vez debía hacerlo solo. Se repetía una y otra vez que la camilla estaba vacía y el recorrido tendría un premio especial. No podía dejas de mirar los pies del hombre, descubiertos, negros y con los dedos crispados, -parece un buitre- pensó. Los interminables pasillos en construcción no ayudaron, aunque el recorrido desde la unidad donde recogió el paquete estaba a dos pisos de la morgue, en el cual tardaría solo unos minutos, ahora tomaría más de media hora.
Muchas cosas venían en a su cabeza en ese momento, especialmente recuerdos de infancia, con un padre borracho y una madre que los abandonó siendo aún pequeños. Su principal temor se reducía a los viernes, cuando el hombre llegaba ebrio, gritando y pegándole a todos en la pensión. Juan se molestaba mucho en un principio cuando venía acompañado, generalmente mujeres jóvenes con poca ropa. Luego entendió que ese salvavidas que venía cogido del brazo de su padre evitaba en gran medida los golpes que impartía a los pequeños. Especialmente porque los culpaba de su desgracia, la desgracia de engendrar hijos con una mujerzuela. Hermosa como decía él, quien fue hechizado cuando la encontró en el burdel, esa misma noche la llevó a su cuarto, desde ahí transcurrieron diez años y cuatro hijos, -Juan uno de ellos- los cuales abandonó a la suerte de aquel desgraciado cuando no soportó las golpizas que recibía cada viernes. Aunque el dinero faltaba siempre para la comida, nunca faltó para las innumerables borracheras del hombre, molido a palos algunas veces por la policía o por los vecinos que despertaban en medio de ruidosos escándalos cuando trataba de ingresar al cuarto. Debido a este comportamiento, Juan y sus hermano debieron cambiar de posada regularmente. Donde vivían en ese momento era diferente, el propietario estaba parcialmente sordo, trabajó muchos años en una fundición y el continuo martilleo desvaneció su audición hasta perderla por completo, así que los gritos del padre de Juan no le importaban, o al menos no le molestaban.
Regresaba por momentos a su oscura realidad, un salario bajo, la necesidad de comer y ayudar a sus hermanos pequeños. Él quería ser un gran médico, de esos que operan y no le tienen miedo a la sangre o a los muertos. Ninguna de las opciones se hizo realidad, imposible estudiar medicina en esas condiciones, únicamente le alcanzó la vida para ser enfermero, ni siquiera para pagar la escuela, un desgraciado aprendiz de enfermero se repetía una y otra vez esa noche. Las luces de la ciudad se veían a lo lejos, ambulancias llegando a urgencias y el paso obligado por el panóptico donde gritos de los desventurados desvelaban a sus pobres cuidadores. Por eso la mayoría estaban sedados todo el día, pero algunos por cierta condición médica no podían recibir las pastillas rosadas, pastillas de la felicidad como le decían los enfermeros, Juan se preguntaba si esos pobres locos serían felices en esas condiciones.
Sus pensamientos viajaban en un constante ir y venir entre su infancia y el presente, sin entender porqué. Al llegar a la puerta de la morgue, notó que el médico de turno estaba dormido dentro del recinto. Golpeó suave en un principio, tímido como todo primerizo en periodo de prueba. Luego presa del pánico, lo hizo con mayor fuerza, no le gustaba estar a solas con un cadáver, aunque estuvo muerto durante su infancia, ahora prefería seguir con los vivos. No hubo respuesta al otro lado de la puerta, tampoco quería regresar con el cuerpo, menos dejarlo solo, le advirtieron que los estudiantes de medicina lo tomarían para disecarlo y eso traería problemas con la familia del difunto, nadie quiere un cuerpo desmembrado. Los recuerdos lo llevaban a la infancia, cuando su padre cogía las pequeñas manos con enorme fuerza, sus manos frías, descomunales y ásperas le recordaban las piedras que usaba para jugar en la calle, no tenía juguetes y debía imaginar carros trenes y barcos con piedras que recogía en los alrededores. Juan no entendía porqué su padre lo tomaba siempre con tal fuerza, cuando se abrió la puerta al otro lado, el médico observó al joven enfermero apretando los pies del cadáver y empujando la camilla contra la puerta.
Habían pasado treinta años desde aquel incidente y ahora Juan tenía toda la experiencia que un hospital público podría darle. Casado con una mujer excepcional, cariñosa, dulce y tierna llamada Amanda, todo lo contrario a su padre o las mujeres que por temporadas vivían con él. Ahora tenía una vida feliz, sin hijos por supuesto porque su esposa nunca quedó embarazada, no le preguntaron a los médicos, tal vez no debía traer hijos al mundo para sufrir. Le gustaba que su esposa se dejara peinar esos cabellos largos, sedosos y castaños. Extremadamente largos y siempre recogidos en una trenza, esas trenzas que Juan disfrutaba desbaratando y tejiendo tantas veces, sentía mucho placer deslizando los dedos en medio de sus cabellos.
Salía del cuarto de su esposa muy temprano, ella siempre estaba dormida, hacia un trabajo menos desgraciado durante el día, ya no transportaba cadáveres. Ahora tenía algunas personas bajo su cuidado, -seres humanos- se repetía una y otra vez, el trabajo en el panóptico le gustaba, le hacía sentir importante en medio de los enfermos mentales. Tenía vagos recuerdos de aquella noche en la morgue y prefería no recordar que su padre le tomaba tan fuerte las manos, o sería el cuerpo que no quería ingresar a la nevera? No le importaba, menos le importaba que la historia de la morgue fuera el hazmereír del pabellón en su momento, todos lo señalaban como el depravado que apretaba los píes de los difuntos. Ahora los antiguos trabajadores se habían retirado y no había quien le recordara esa fatídica noche, prefería pensar que todos estaban muertos.
Juan es el experto, un hombre de familia, que llega muy temprano a trabajar y regresa a casa para compartir tiempo con su esposa. En el trabajo lo respetan, habla poco y las historias de su padre cada vez son menos recordadas, -el tiempo se encarga de borrar todo vestigio de dolor- se repetía una y otra vez al pasar revista a sus pacientes. Porque esos eran sus pacientes, no del médico que venía a verlos una vez al día y trataba de quitárselos. Él estaba con ellos todo el tiempo, los cuidaba y protegía de los extraños, algunas veces también los acompañaba a tomare exámenes especiales, no le gustaría que uno de sus pacientes se perdiera, menos que le pasara algo.
Al regresar a casa, estaba su esposa, más hermosa cada día. Le gustaba que Amanda fuese callada, con los gritos continuos y el bullicio del pabellón no esperaría que al llegar a casa estuviera en otro manicomio. Le gustaba pasear por el parque, ese parque visible desde la ventana de su habitación, lleno de árboles y el cantar continuo de los pájaros que alegraban el ambiente. Tenía una banca preferida, a su esposa también le gustaba, -mujer de pocas palabras- decía Juan, con un imperceptible movimiento de cabeza, asentía cuando estaban próximos a sentarse en su banca, algo finalmente propio. El pagar la renta le molestaba, cada mes venía el propietario de su habitación a cobrar. Amable, bonachón y con una sonrisa sarcástica, saludaba y sin cruzar más palabras estiraba la mano para recibir los billetes que tanto trabajo le costaron a Juan en el panóptico. Un momento desagradable que le recordaba todas las frustraciones de la vida, pero al cerrar la puerta regresaba con su esposa, lo esperaba algunas veces en la cama o sentada en la silla, con varios libros en la mesa de noche, que muchas veces Juan terminaba leyendo para ella. Amanda tiene unos hermosos ojos café, y siempre viste con batas largas, un poco pálidas para los gustos de Juan, él le permite vestirse así. Recuerda que alguna vez le llevó un vestido de flores, ella se vistió con el y salieron felices al parque, muchas personas la vieron extrañadas, ella nunca se vestía así. Frente a la mirada inquisidora de los visitantes del parque, Amanda estuvo llorando largo rato, no le gustaba que la miraran de esa manera y debió regresar al cuarto. Juan se preguntaba porqué las mujeres que llevaba su padre nunca lloraban cuando tenían esos vestidos floridos, deberían llorar como lo hizo Amanda esa mañana -las mujeres son extrañas- pensó. El paseo por el parque debió continuar desde la ventana del cuarto, a partir de ese día se prometió no hacer llorar a su esposa de nuevo, quemó el vestido y la dejó salir con sus largas batas como de costumbre. Se repetía una y otra vez -ella debe salir al parque todos los días- le gustaba ver a otros vecinos con sus parejas, eso lo percibía Juan por la sonrisa austera dibujada en los labios.
Estaba cansado, muchos años en el mismo trabajo, pacientes y más pacientes que debía bañar y cambiar a diario. Del se merecía una vida diferente, quería llevar a su esposa a otros parques, visitar otras ciudades pero estaba limitado. Por eso cada día pensaba en el retiro que pronto vendría, ese momento feliz para compartir todo el tiempo con Amanda. Hablaba con ella largas horas en la noche, contándole sus planes, los planes de los dos, porque ella siempre asentía, serian más felices en pocos meses. Tras varias visitas a la ofician de personal, firmas y más firmas en papeles que no lograba entender, parecía que todo estaba en orden, -el proceso de retiro es complicado- pensaba Juan. Le indicaron que su caso debía tomar más tiempo, una revisión exhaustiva en la central de pensiones estaba comparando el tiempo de trabajo para verificar que se cumplieran todos los requisitos. Esa noche lloró desconsolado en la cama de su esposa, la felicidad estaba tan cerca de sus manos que parecía esfumarse en un instante. Al preguntar constantemente que pensaba de su situación, no recibía respuesta, miró con algo de recelo a su amorosa esposa y notó que estaba dormida, tal vez cansada de sus labores diarias escuchó parte del relato. La besó con todo el cariño y pasión que sentía, reposó a su lado sin cambiarse de ropa y despertó antes que ella. Debió vestir su pijama, sabía que Amanda estaba incómoda cuando el no vestía su pijama. Pronto estaría fuera del panóptico, y salir temprano de su habitación no seria una prioridad. Podría tomar el desayuno en la cama y leer el periódico, tomar café fresco y peinar a Amanda como lo hacía todos los días, tal vez hacer el amor sin prisas. Caminaba por los pasillos de la unidad, siempre recordando a su bella esposa, al trabajo sería rutinario esa mañana, sábanas, baño y cambio de ropas a sus pacientes antes que llegase el médico. Luego verificar que todos recibieran el medicamento, almuerzos y la hora del descanso. Juan caminaba de prisa para visitar a Amanda, le gustaba tomar el almuerzo con ella, veían la noticias juntos y regresaba a su trabajo, -una caminata corta sirve para la digestión- pensaba. De regreso recorría las habitaciones una y otra vez, ayudando a sus pacientes con las actividades diarias. Estaba viejo, un dolor constante en la parte baja de la espalda lo agobiaba hacía años, no habló de esto en su trabajo, -podría perderlo- así que tomaba un tiempo en las noches para calentar agua y poner paños calientes en la zona afectada. Amanda lo observaba en silencio, luego de unos minutos leerían juntos uno de los libros que tanto les gustaba. Otra noche, y muchas más en las mismas condiciones, pero a él no le importaba, pronto estaría libre de ese castigo, libre de los médicos que le quitaban sus pacientes y podría sentarse todo el día en el parque con su esposa, no por momentos como lo hacía ahora.
Una mezcla extraña de felicidad con nostalgia se apoderó de su alma, había llegado el momento tan esperado. Su retiro definitivo sería en un mes, el ultimo en su historia del hospital, especialmente en el panóptico donde estuvo los pasados diez años, en es periodo conoció a Amanda. Los compañeros lo felicitaban, y cada día le recordaban que pronto estaría fuera de ese tenebroso lugar, Juan estaba confundido, hombre de pocas palabras, no podía expresar lo que pasaba por su cabeza. Recuerdos y más recuerdos lo atormentaban. Desde la funesta noche en la morgue, hasta las caminatas para compartir el almuerzo con Amanda. Pronto todo esto quedaría atrás. Con una pensión precaria debería vivir el resto de su vida. Pero sería feliz con ella, podría llevara a tantos ligares que no le permitía el trabajo, finalmente todo estaría en orden. Le contaba sus planes y reían juntos, la felicidad estaba cerca, podría llevarla a otros parques donde los vestidos de flores no molestaran a los transeúntes, ella tendría a Juan todo el tiempo. No le molestaría peinarla en público, podría llevar muchos adornos para su cabeza y pasar largas horas en una banca peinando esos hermosos cabellos. Sin las miradas inquisidoras de personas envidiosas que buscaban arrebatar su felicidad. Estaba muy cerca de conseguir todo eso, y muchas cosas más que tenía planeadas.
El último día de trabajo había llegado, se vistió de blanco como siempre, impecable y perfectamente planchado -debía ser un ejemplo para otros enfermeros- decía. Cuando entró a la unidad, habían muchas bombas y una torta, esa torta de arequipe que tanto le gustaba, -un día muy especial- pensó. Muchos abrazos y felicitaciones, hasta el director del hospital pasó a saludarlo, -a Juan un infeliz enfermero del panóptico lo había saludado el director del hospital- otras cosas importantes vendrían a su vida pensaba. Una mezcla de sentimientos se apoderó de su cabeza, aunque deseaba compartir todo el tiempo con Amanda, ahora debería abandonar el trabajo que fue su vida por treinta años. Pasó por cada uno de los cuartos despidiéndose de sus pacientes, no volvería a verlos, estaba triste porque otros los cuidarían a partir de ahora, veía el parque desde esas ventanas y sabía que esa tarde sería libre.
La puerta del ascensor tardó horas en cerrarse, los ojos de Juan recorrían todo el lugar, quería tener un registro de su vida pasada y guardarlo en un lugar muy especial. Veía a todos felices, cada una de las personas del lugar regresando a las actividades cotidianas, Juan no existía, después de ese momento estaría tal vez en los recuerdos de algunos. Los píes le pesaban, cada paso fue más difícil que el anterior, no deseaba partir del lugar, pero la puerta estaba cerca, muy cerca de garantizar su libertad. Entró a su cuarto, con un ramo de flores que compró en el camino. El lugar olía raro, aunque había salido temprano, no reconocía ese olor a cosas viejas. En la mañana siguiente limpiaría todo, Amanda estaría a su lado ayudando, tendrían todo el tiempo del mundo paras estar juntos. La buscó por todas partes sin éxito, ella no salía sola, algo debía pasar. Preguntó a sus vecinos y las caras de admiración le mostraban que algo extraño estaba pasando. Registró su desaparición en la estación de policía, el proceso quedó incompleto, sin el documento de identidad fue difícil hacer el papeleo. Regresó abrumado a su cuarto, no sabia donde buscarla, estaría desprotegida y con frío, a merced de los extraños, callada y con un andar lento. Esa noche Juan no pudo dormir, trataba de pensar dónde podría estar el documento de identidad de Amanda, debería guardarlo en su cartera, en la mesita de noche.
La mañana siguiente Juan visitó el parque, le faltaba lago, Amanda no estaba a su lado, veía a los otros transeúntes con sus parejas y eso le perturbaba. Observó su banca, y se detuvo por un momento, all levantar la cabeza estaba ella, lo miraba desde la ventana del panóptico.
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