El esposo de mi hermana
- cayobetancourt
- Nov 8, 2020
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Nuestra casa entonces era un lugar pequeño y acogedor, estaba siempre limpio. Debía ser así, mi padre fue un hombre muy estricto que a golpes de correa trató de corregir nuestras vidas como él decía. Nuestros padres fueron diferentes a nosotros, retraídos y alejados de la familia. Especialmente mamá, porque mi abuelo tal vez nunca le perdonó casarse con un hombre sin dinero. No conocí a mi abuelo, un hombre delgado, con vestido y chaleco, esas rayas, si esas rayas que parecían trazadas perfectamente sobre el paño negro, me llamaban tanto la atención. Solo puedo hablar de esa fotografía, mi abuelo de pie, con el vestido negro y cientos de rayas blancas, que partían de sus hombros y se perdían en el infinito a través de sus pies. La única foto que conservaba mi madre, luego que partió de su casa con el vestido que llevaba puesto y un cuaderno con apuntes donde guardaba esa imagen.
Ella poco hablaba de su vida anterior, menos con nosotros frente a nuestro padre. Generalmente, cuando él llegaba a casa, todo se oscurecía, como un eclipse emocional. Debíamos guardar silencio, cenar en una mesa vacía, con seis asientos, dos de ellos ocupados por el miedo y el dolor. Ese dolor que nos causaba estar en un lugar que no merecíamos, ese dolor que luego de la partida de mi madre fue acompañado por el remordimiento, él siempre estaba ahí, nos veía recordando que la dejamos partir si decir te amo, que la perdimos para siempre y no la abrazamos. Esa mujer que mi padre abofeteó tantas veces porque el café estaba recalentado y no fresco. Por eso nos acompañaba, para recordar lo que no hicimos.
Mi padre siempre prefirió a Patricia. Por supuesto la hermana mayor, pero creo que no pudo ocultar su desilusión al no tener un varón primogénito. Ella es una mujer hermosa y alegre, en su adolescencia afloró una belleza exótica que despertó el interés de los chicos de su edad. El tránsito por el colegio estuvo lleno de actividades escolares en nuestra casa, sus compañeras nos visitaban frecuentemente, pero debían partir antes del regreso de mi padre. En un principio, mi timidez impidió acercarme a ellas, pero con el pasar de los días encontré personas maravillosas que compartían tiempo conmigo.
Cuando estábamos pequeños, en silencio escuchábamos a través de la pared sus discusiones con mamá. Ella sollozaba, mientras papá le recriminaba haber parido a una mujer. Aún pequeños, nuestras lagrimas se mezclaban con la desesperanza y la impotencia. Muchas noches amanecí junto a Patricia, las sábanas húmedas daban cuenta el miedo que sentía. Mamá había protegido las camas con plásticos para evitar daños mayores, puesto que me orinaba constantemente y ahora creo que se debía al miedo, ese miedo que me abrazaba con el frio de la noche, reteniéndome en la cama en contra de mi voluntad.
Cuando ella se graduó del colegio, mamá estaba enferma. La vestimos y ayudamos a subir a una silla de ruedas, sería un día muy feliz repetía constantemente. Sin dejar de mirar con el rabillo del ojo a papá, en cualquier momento nuestra efímera felicidad podía terminar en un desastre. En silencio, hicimos el recorrido de media hora hasta el auditorio, parecía que nos dirigíamos a un funeral, cada uno ensimismado en sus pensamiento o temores. Con los ojos perdidos en el parabrisas observando transcurrir las vidas de otros desde la desgracia infinita de nuestro automóvil. Viajábamos los cuatro, además del miedo que estuvo en la parte de atrás, no había espacio esta vez para el dolor, se quedó esperándonos en la entrada de la casa.
La ceremonia fue absurdamente larga, con actividades y más actividades. Mamá estaba incómoda, sus dolores no le permitían permanecer tanto tiempo en la misma posición. En cuanto terminó, salimos hacia nuestra casa, el dolor estuvo entre nosotros y prefirió hacerse en el puesto del copiloto, junto a papá. Un silencio sepulcral oscuro y mortecino se percibía dentro del auto, tal vez siempre fue así pero esta vez el hedor estaba matando mi nariz, mamá estaba dormida entre nosotros, le tomábamos las manos para calentarlas un poco. Yo prefería no pensar en el desenlace que se avecinaba, estar presente con ella durante el día y soñar en la noches con playas y lugares lejanos nunca visitados, ahí estaría tomando la mano de Patricia, corriendo lejos del dolor y el miedo. En mis sueños, mamá estaba sentada a lo lejos, sonreía, y levantaba una de sus manos llamándonos, corríamos más y más sin alcanzarla. Papá no estaba en mis sueños, creo que suficiente aflicción causaba durante el día para tenerlo presente en la noche.
La celebración se hizo en silencio, comimos con las cabezas bajas, tal vez el peso del dolor estaba sobre nosotros, mas aún cuando la vida de mamá se contaba en días, a lo sumo semanas. Esa noche Patricia tenía su baile de graduación, pero estuvo tomando las manos de mamá hasta que durmió a su lado. Papá estaba en la sala, leía mucho o al menos eso pensábamos, regresaba al cuarto tarde en la noche, tal vez no quería enfrentarse a la realidad que estaba muriendo a su lado. Mi hermana lo vio con los ojos somnolientos, una sonrisa dibujada con esfuerzo escapó de sus labios. Lentamente se despegó de mamá y regresó a nuestro cuarto.
Los dias venideros transcurrieron en un sopor interminable. Papá cada vez pasaba menos tiempo con nosotros. Inicialmente inventaba cualquier excusa para llegar más tarde a casa, luego sin más, lo hacía a cualquier hora. Estábamos los cinco sentados en la cama de mamá, el dolor siempre nos miraba hundiendo sus ojos inquisidores hasta hacernos sangrar por dentro. Mientras el miedo se dibujaba en nuestros rostros para recordarnos que mamá estaba apagándose, que pronto partiría y teníamos los dias contados. Eso me mataba por dentro, hacía que miles de lágrimas rodaran por mis mejillas en la soledad. Esa soledad interminable que me acompañaría el resto de la vida.
El día del sepelio flotábamos en sentimientos, un féretro simple, adornado con algunas flores de nuestro jardín cerraba el conjunto. Papá usó uno de sus trajes habituales, puso una rosa blanca en la solapa y un sombrero negro que nunca le había visto. El silencio en la velación se interrumpía por un credo o el inicio del rosario. Teníamos pocos amigos, familiares menos, así que los asistentes a la ceremonia fúnebre fueron acompañados por el dolor y el miedo.
De regreso a casa subimos al auto, antes de cerrar la puerta subió el remordimiento y miró a todos porque sabía que tenía un lugar asegurado en nuestras vidas. Papá repitió frases de cajón, que nosotros respondimos con monosílabos. Al regresar, todos nos miramos, la única familia conocida estaba de nuevo compuesta por seis miembros, aunque parecía que papá no se había percatado de esto.
Después de la muerte de mamá no se casó de nuevo, se convirtió en un hombre huraño que hablaba poco, una rutina interminable de la casa al trabajo que parecía repetir como un autómata, al igual que las palabras que nos dirigía. Pude grabar la pregunta de todos los días ¿cómo están mis amores? La repetía seco, frío, sin entonación, parecía un actor principiante leyendo un escueto libreto de cine.
Patricia siempre cuidó de mí. Desde la muerte de nuestra madre, se hizo cargo de mis cosas y me apoyó todo el tiempo. Ella se inclinó por la arquitectura, le gustaban las maquetas y en especial como las personas se veían en medio de los enormes edificios. Me preocupaba su salud, noches enteras sin dormir, cortando, pegando, haciendo ciudades en miniatura que yo imaginaba como pequeños mundos donde huir.
Poco a poco nuestras vidas regresaron a un rumbo normal. La normalidad que conocíamos y que pronto cambiaría para todos. Patricia estaba cursando la mitad de la carrera, y cada vez pasaba menos tiempo en casa. Yo esperaba en mi cuarto junto con el miedo, el dolor y el remordimiento. El miedo siempre estaba conmigo, especialmente cerca a mi padre. Muchas veces Patricia lo olvidaba en casa, una vez cerca se hacía más y más fuerte como ella decía.
Una noche, en nuestras conversaciones que algunas veces duraban hasta la madrugada, me habló por primera vez de su novio, un chico de su curso que poco a poco se convertiría en la luz de su vida. La descripción detallada despertó curiosidad en mí, esa curiosidad que hizo crecer un amor ideal. Tal vez la necesidad de amar otra persona fue bloqueada por años debido a la relación con mi padre. En ese momento fue claro, necesitaba sentir, ser importante para alguien, Patricia me amaba pero no estaría conmigo para siempre. La idea de tener a mi padre todo el tiempo en casa me embriagaba. Luego de años en el banco, se retiraría pronto. El miedo creció de tal manera que me ahogaba, no podía moverme.
Un día cualquiera, tuvimos una cena en silencio como los buenos tiempos. El miedo me mira y noto que ha crecido, junto a él esta sentado el remordimiento que recuerda las cosas inconclusas e imposibles de terminar, finalmente el dolor está sentado entre mi padre y Patricia. Creo que hubo más felicidad cuando regresamos del funeral de que este día.
Aunque las conversaciones monosílabas se distanciaron, aún lo veo, con esos ojos ennegrecidos de ira, con el cinturón en la mano. El calor de las lágrimas de mi madre cae sobre mi rostro y se mezcla con los azotes que el verdugo imparte sin piedad, golpeando a mamá y a mí. El dolor me abraza y hasta la llegada de Patricia estoy confortable. Ella me ha dicho esa noche que planea tomar un apartamento cerca de la universidad. Ahora siento que mi pecho no puede llenarse de aire, me ahogo, veo el miedo presionándome, buscando expulsar todo signo de vida, en este momento conocí la angustia. Un abrazo cálido y reconfortante de mi hermana me retorna a la vida, continuamos hablando hasta la madrugada, hacemos planes y en poco tiempo estaremos lejos de nuestra jaula.
El gran día ha llegado, mis libros, fotos y cuadernos de apuntes quedan reducidos a dos cajas, las cosas de Patricia se llevaron poco a poco, vimos a nuestro padre sentado en la sala, absorto leyendo un enorme libro. Mi hermana le dio un beso en la frente y con un hasta pronto camino hacia la puerta. Traté de apartar el miedo con todas mis fuerzas pero fue imposible, estaba entre nosotros y me impedía despedirme de él. Cerramos la puerta y creo que hasta este momento el no ha notado nuestra ausencia, estará acompañado por el remordimiento los dias que le queden por vivir.
Una vez camino a nuestro nuevo hogar, Patricia me cuenta que el sitio es pequeño y debemos adaptarnos hasta que ella consiga un trabajo que pague mejor. Yo estoy feliz, creo que no conocía ese sentimiento, o al menos lo había olvidado desde que mi madre me tomaba entre sus brazos. Cinco pisos, fueron cinco pisos sin ascensor, en unos pasillos oscuros que se convertirían en nuestro nuevo hogar. Cuando entremos al pequeños parlamento, tuve una sensación extraña, sentía libertad y ausencia de miedo, creo que decidió quedarse junto a mi padre para esperar la próxima vez que me acercara a él.
Limpiamos y pintamos el sitio hasta dejarlo impecable, no conocía el blanco, siempre creí que el color de las paredes debía ser amarillo o gris como en nuestra antigua casa. La mañana siguiente conocí el novio de Patricia, hermoso, con ojos café, alto y atlético. Las pocas veces que pude sostener la mirada sentí un escalofrío en mi cuerpo, esa sensación fue nueva para mí. Creo que ella no se percató del suceso. En adelante, escribía con frecuencia en mi diario, registraba lo que sentía y algo fascinante sucedió, en la medida que pasaban las hojas, veía el remordimiento con menos frecuencia. Eso me gustaba, porque permitió levantar la cabeza y sentir el fresco de la mañana sin pensar en el ayer.
Nuestra vida tomó un curso diferente, salíamos con frecuencia y en ese tiempo inicié mis estudios de enfermería. Me preguntaba porqué escogí esa carrera, creo que por la impotencia que sentía al ver sufrir a mamá, tenía en mente servir.
Ahora el novio de Patricia estaba más tiempo con ella y muchas veces pasaba la noche entera en el apartamento. Poco a poco la veía cerca de la felicidad, esa felicidad que nuestro padre nos arrebató y ahora regresaba, o tal vez nos visitaba por primera vez.
El matrimonio de mi hermana fue austero, en una notaría y con la presencia de su nueva familia política. Papá decidió no acompañarnos a último minuto, argumentando un fuerte dolor de cabeza. Viviríamos los tres, construyendo una nueva historia. Mis conversaciones con Patricia se habían distanciado un poco, el abrazo que recibía cada vez que llegaba a casa era reconfortante. Largos turnos en el hospital hicieron que nos cruzaremos por momentos, algunas veces yo dormía y luego ellos no estaban cuando regresaba a casa.
No recuerdo cuando empezó la interacción con el esposo de mi hermana, tal vez el día que lo conocí o cuando estábamos solos y cruzábamos miradas furtivas. Sabía que algo no estaba bien, y debía apartarlo de mis pensamientos, viviendo en el mismo lugar es difícil.
Una tarde la puerta de nuestro hogar se abrió, ahí estaba ella con los ojos desorbitados, trató de sostenerse con el marco de la puerta, Nos veía y trataba de gritar pero su voz fue silenciada por el dolor. Escondidos estábamos compartiendo nuestro amor secreto en sábanas sucias y rotas. El sentimiento es atemporal, jamás pensé encontrarlo en el sitio menos esperado, y con la persona equivocada. Soy Jorge, el hermano de Patricia.
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